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Una nueva vida

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Has decidido, por el motivo que fuere, comenzar una nueva vida en Buenos Aires. Llegas cargado de esperanza, de miedos, de incertidumbre, de fe y con confianza. Has dejado mucho atrás: una vida, ni más ni menos. Allá se quedaron algunos afectos, y todo lo que aprendiste en tu vida lo trajiste en una maleta. No sabes a que te enfrentarás acá, si te irá bien o si te irá mal. Lo más importante, por ahora, es que llegaste y estás listo para comenzar.

Si es la primera vez que llegas a la Argentina, todo te parecerá diferente, similar pero diferente. Tampoco es que sea otro mundo. Llegas con los nervios de un turista que sabe que no espera regresar. Allá adentro en la ciudad quién sabe qué cosas te esperan. ¿Te tratarán bien? ¿La pasarás mal? Comienzas a comparar todo con tus recuerdos de Venezuela. En todo logras ver algo que te recuerda a tu país, aunque sea para resaltar que allá no es así o que, de repente, alguna cosa es igual.

Te preguntas si la calle la cruzas como debe ser, o como lo hacías en tu tierra que te atravesabas por donde querías, y es que los ves a casi todos cruzando por la cebrita. Quieres saber cuántos dólares cuestan las cosas, aunque todo está en pesos argentinos. No sabes ni cuánto dinero es suficiente. Enseguida, comienzas a sacar cuentas de lo que cuesta aquí y de lo que cuesta allá. Tu convertidora mental de pesos a bolívares se activa automáticamente y te sorprendes por los precios. A veces, ni te provoca gastar ni un centavo, y otras, te dejas llevar por eso que hace rato no veías.

Miras el comportamiento de la gente, tratas de hablarles a todos y te suena raro ese acentico. Qué se yo, a algunos les gusta apenas llegan, porque ya sabes, entre gustos y colores… Comienzas a cuestionar cualquier cosa de repente sin darte cuenta, en un desespero inconsciente de justificar que vienes de un lugar mejor, sabiendo que todo quedó peor. No quieres asumirlo tan pronto.

Te salta a la vista que hay basura, que hay indigentes, que hace frio, que hace calor, que la gente protesta, que te miran feo. Tu mente busca las excusas para asegurarte que no estabas tan mal. Con el tiempo te darás cuenta de que no hay tanta basura, que más bien está bastante limpio, que es bueno que la gente proteste, que el frio y el calor son naturales y aceptas que estás mejor.

Te sorprende también ver que no eres el único venezolano. Que en cada cuadra te consigues con unos cuantos paisanos. Te brotan ganas de mostrarle a todo el mundo que tú eres de Venezuela y que no eres argentino, con mucho orgullo. Te pones una gorra tricolor, te amarras una bandera de Venezuela, ya sea literal o figuradamente, y quieres hablarles a todos en términos de pana, mi amor, chévere, fino; mientras que te miran como un venezolano más que se vino a la Argentina.

Te da venezuelitis en poco tiempo. No sabes que la mayoría de los porteños ya han tenido la experiencia de tratar con muchos venezolanos antes, y enseguida quieres explicarles toda la situación de tu tierra. Pero aprovechas para resaltar lo bueno para no quedar tan mal. Te sientes más venezolano que todos por algunos momentos.

El ciclo es casi el mismo para la mayoría, si no, para todos. Estás afrontando un duelo, y pasarás las cinco etapas que describió la psicóloga suiza Kübler-Ross: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Yo te lo voy a plantear de otra manera, pero es básicamente el mismo marco. Llegas, te llenas de miedo, te llenas de valor, entras en modo turista y te invade la nostalgia, te conviertes en el más patriota de todos los venezolanos, niegas tu exilio, te quieres regresar, aceptas tu destierro, aceptas tu nueva vida y por último, anhelas algún día regresar.

La llegada

Hiciste de todo para estar acá. Contactas a tus familiares, amigos y conocidos o como un verdadero turista comienzas a buscar tu lugar para pasar tus noches. Son unos días en los que estás centrado en hacer papeles, en contar el dinero disponible de cada día y pensar en cómo conseguir algún trabajo, aunque sea lavando platos.

Comienzas a hacer tus trámites legales en Migraciones, y dependiendo del momento y las condiciones, te podrías llegar a encontrar con que debes esperar varios meses para que llegue tu turno de ser atendido. Te asustas, y piensas en qué harás en todo ese tiempo y cómo te vas a mantener.

Como recién llegado, haces compras de lo estrictamente necesario, y buscas el supermercado más económico, y los precios más bajos. No andas pendiente de marcas. Si trajiste un buen dinero, comienzas a sacar cuentas, en dólares, si aquí es más barato o más caro, y rápidamente te lanzas a comprar cosas que “tienen buen precio.” Si la plata la tienes corta, te preguntas hasta cuándo te alcanzará.

El miedo

Comienzas a dudar si hiciste bien en venirte a Buenos Aires. Todavía no consigues trabajo y sabes que la plata no va a durar para siempre. Con suerte, si lograste tener la aprobación de tu solicitud de residencia en poco tiempo, te alegras porque ya tienes Precaria. Pero no sabes cómo es la movida para buscar trabajo, para matar un tigrito o para montarte un negocito. Algo vas a hacer.

Mejor dicho: algo tendrás que hacer. Son tus primeras semanas y lo más seguro es que no tengas trabajo o ninguna fuente de ingresos argentina. No tienes una cuenta bancaria donde guardar la plata y te consigues que casi ningún banco, por no decir ninguno, te abrirá una cuenta sin el DNI argentino, que será tu nueva cédula por acá. Sigues guardando todo bajo el colchón porque incluso tu cuenta en el exterior, si la tuvieras, te comienza a sacar buenas comisiones.

Ya piensas en trabajar “en lo que sea.” Quizás te toque dejar el currículo en algún kiosco o en alguna tienda. Eres ingeniero, técnico o licenciado, profesor o abogado, pero dejaste el currículo para ese restaurante que busca bachero o en el puesto de panchos. O tal vez, tu presupuesto te sigue dando aire para aguantar hasta que te llamen para esa entrevista tan deseada. Ya te va a llegar el día de pago del sitio donde estás y ese es un golpe fuerte a tus finanzas. De repente, una llamada o un correo para un trabajo en tu primer o segundo mes en Buenos Aires.

Esta ciudad es bondadosa, pero exigente. Es poco probable que el trabajo que deseas llegue a tocarte a tu puerta. Hay que salir a buscarlo, y hacerlo por el medio que convencionalmente se use más para ese tipo de labor. Por ejemplo, oficinistas y profesionales pueden tener mejor resultado con las bolsas de trabajo por Internet antes que salir a desgastarse y frustrarse en vano, al pedo, pateando la calle con un CV impreso para buscar empleo; pero trabajos más pesados, de fuerza o de microemprendimientos, pueden conseguirse más por una buena caminata y con el boca a boca. Así que conseguir laburo será tu primer trabajo.

Mientras tanto, a matar tigre, agarrando cualquier changuita. Porque si no tienes la residencia precaria, te pueden ofrecer un trabajo en negro (y tú ni sabes de qué te hablan realmente) y si tuviste mejor suerte, te están ofreciendo un trabajo en tu área con un sueldo decente, al que le dirás que sí a todo sin pensarlo dos veces. Pensaste que ya comenzabas a trabajar, pero hay que esperar un poco. Hay que esperar. La plata no espera, pero hay que esperar. Sin embargo, ya estás más tranquilo. Ya puedes respirar.

El valiente

Ya está. Ahora, a echarle pierna a lo que salga. Si hay que viajar dos horas, viajamos. Si hay que subir cajas, las subimos. Si hay que trabajar diez horas, las trabajamos. Si la chamba es de madrugada, lo hacemos. Ya no piensas que te tendrás que regresar. Ya estás en el sistema, bienvenido a la matrix.

El tiempo pasa, y ahora estás enfocado en mejorar tu alojamiento. Buscas una mejor condición. Quieres dejar de dormir en el sofá de tu amigo, en el colchón inflable, o en esa habitación pequeña del hostel. Te buscas un celular con línea para ti, ya no usas el número de Venezuela. Les das las buenas noticias a tu gente sobre lo bien que te está yendo, aunque puede que estés pasando un poco de roncha, pero como dicen: sarna con gusto no pica, y si pica no mortifica.

Ya vas conociendo el movimiento. Llevas entre tres y nueve meses en la ciudad, y crees que ya te las sabes todas más una, pero con frecuencia te salen con cada cosa que te dejan perdido, no entiendes. Te sientes tan canchero, pero… ya va: ¿qué es eso de canchero? Sabes entonces que tienes que aprender mucho aún. Tratas de imitar un poco las cosas locales y de adaptarte. Incluso te aventuras a cambiar de trabajo o al menos lo piensas. En un buen momento llega tu DNI, y ahora nadie te saca de acá. Comienzas a mirar mejores ofertas, porque te diste cuenta de que no te pagan tan bien como deberían, que tienes que viajar mucho cuando puedes hacer que te quede más cerca. Tratas de mostrar que dominas la ciudad. Ya te conoces las calles, las avenidas, los lugares. Te atreves a dar indicaciones como si hubieses vivido en Buenos Aires toda tu vida. Conoces gente y tienes ya contactos porteños. Estás en una zona segura.

El duelo y el modo turista

Comienzas a disfrutar todo lo nuevo. Miras la ciudad con los ojos de un turista en cada rincón. Te sorprendes por cosas simples: por el transporte, por el kiosco de la esquina, por el puente que acabas de cruzar, los murales de las calles, por lo que hace la gente y por lo que no hace también.

En este mismo tiempo, comienza la melancolía, llenándote la cabeza de recuerdos y ganas de volver a ver a quienes quedaron atrás. Buscas la manera de hablar todos los días con ellos y de acompañarlos en sus problemas en la distancia. Tu mente sigue viviendo allá. En las redes sociales expresas tu amor y tu compasión por Venezuela, gritas en silencio que no es tan fácil ser inmigrante, ser un extranjero. Porque sí, porque no dejas de sentirte como lo que eres: un extranjero. ¡Qué sustantivo tan lapidario, pero real! Te vienen ganas de llorar en ocasiones, y si no sacas suficiente fuerza, te boicotearás pensando más de lo necesario en querer volver o en regresar a lo perdido. Mucho tiempo pasas así, hasta que no te queda más escudo que volverte el patriota.

El patriota

En tus redes sociales comienzas a lanzar publicaciones de lo maravillosa que es Venezuela. Lo mejor del mundo es Venezuela. Las mejores ciudades, la mejor comida, la mejor gente. Quieres hablar más criollo que todos en tus redes, aunque en el día a día tratas de asimilar un poco las formas locales.

Los videos que muestran el Salto Ángel y las playas del Caribe te llenan de orgullo y se los quieres mostrar a todos. Les hablas de Los Roques, de Margarita, de la Polar, de la malta, de la frescolita, de todas esas cosas que aquí no encuentras y que te hacen sentir más venezolano. Comienzas a alardear porque alguien te trajo chocolate de leche savoy, cocosette, sussy, pingüinitos, torontos y pirulines, o vas a una tienda de venezolanos y los pagas cuatro veces al precio de la misma golosina equivalente, pero es venezolana y no, no es igual. Es mejor, por eso lo vale. Eso te lo dices a ti mismo para convencerte y lo logras, te convences de eso, y seguro también se lo dirás a los demás.

Como protegiéndote de que no se te pegue el acento, buscas formas inocentes de burlarte del sho argento. Tratas de enseñarles a los demás a decir “yo” “correctamente.” Es en vano, pero te gusta sentir que haces algo mejor que los locales. Solo porque lo has hecho en broma, te lo dejan pasar y hasta te lo toleran. Pero hay una contraparte, y quizás más bien quieras imitar el acento para tapar un poco la etiqueta de extranjero que te estamparon en la frente. Es tu mente en modo de autodefensa.

Cuando en la mesa hablan de que el dólar subió, tú, enseguida comentarás que en Venezuela… Y si alguien pide un café, le dirás que el café en Venezuela… Te dieron una banana, y obvio que le dirás que en Venezuela eso es un cambur. Hablarás de Venezuela casi las 24 horas del día. Seguro piensas en ir y volver con frecuencia, y quizás llegues a hacerlo. Si te comentan que los políticos son unos ladrones, tú dirás que en Venezuela son más ladrones. Si aquí te ofrecen un dulce en la mañana, te apresurarás a aclarar que en Venezuela… Crees hasta ahora que eres el primer venezolano, aunque sabes que no es así.

La negación

Te comienzas a negar que hablarás como un argentino. Crees que todos los argentinos tienen el mismo acento y solo el tiempo te mostrará que no. Ya luego conocerás riojanos y cordobeses, por ejemplo, y te darás cuenta. Criticarás a tus paisanos que dicen che, boludo, viste. ¡Qué desubicados! Pensarás. Tú a cualquiera le vas a decir pana y punto, y si no te entienden que se jodan. Estos ahora se creen argentinos, te dirás. Crees que estás en Venezuela muy consciente de que no es así, y que los demás deben esforzarse por entenderte.

Tus groserías se elevan a la máxima expresión. Porque en este periodo piensas que marico, nojoda, mamagüevo, coño, coño ‘e la madre y verga, son las palabras más venezolanas que puedes soltar. Crees incluso que a muchos argentinos les gusta y que te quieren copiar. No, no es así. Les das risa, porque es raro, eso es todo. La curiosidad es natural en el ser humano.

Cada día despiertas reafirmando que tu estadía en la Argentina es temporal. Vas a hacer algo de plata y te regresas. Cuando caiga la dictadura, volverás. Terminas la carrera y te vas. Cuando los chamos crezcan, se regresan todos. No, no nos vamos a quedar. Vinimos de pasada. Está bien. Quizás para muchos resulte ser así, pero la mayoría superará este momento cuando se despierten pensando en su mañana aquí y no allá. Se necesitan años para que eso ocurra, pero si el tiempo te complace, tu sueño de futuro se va a teñir de blanco y celeste.

Por ahora, en estas etapas tan tempranas, sigues viviendo los problemas de Venezuela, porque no terminas de aceptar que tienes una nueva vida en Buenos Aires. Ha pasado más de un año, y sigues mirando las noticias de Venezuela. Sigues pendiente de qué hicieron los políticos, de cómo está la economía, de las cosas que pasan y de lo que te cuentan. Vives aquí pero tu mente está allá.

El deseo de volver

Ya hace mucho tiempo que no vives en Venezuela. Más de un año tienes acá. Incluso, ya usas más la jerga porteña. Te manejas bien y aspiras más. Puede que notes que no estas creciendo lo rápido que soñabas y comienzas a buscar justificaciones para regresar. Que es más de lo mismo, que allá muchas cosas eran mejores, que los sueldos no son buenos, que no te has podido comprar la casa y el carro, incluso te quejas de la inflación. En serio, tu país ha llegado a ser el más inflacionario del mundo, pero en la Argentina, vas a quejarte de la inflación. No te estás sintiendo bien y crees que volviendo o yéndote a otro lugar estarás mejor.

Le pediste excusas a tu mente y te las fabricó perfectamente. Es momento de volver a casa. Reflexionas un tiempo, y piensas en qué trabajo tendrás allá, para qué te alcanzará el dinero, ¿tus amigos siguen allá? ¿Tendrás las mismas comodidades, la misma seguridad? En realidad, no siempre se tiene suerte. A veces se acierta y en ocasiones se erra. Tomamos decisiones y vivimos sus consecuencias. Son muchos factores: ¿cómo va tu salud? ¿tu edad con relación a tu profesión? ¿tu disponibilidad, actitud y aptitud para ciertas labores? ¿cómo están tus finanzas? ¿tus propias ganas de estar acá, qué tal eso? ¿cómo estás armando tu nuevo círculo social? ¿te estás aislando? Hay muchos temas que cada cual revisa en su mente y que determinarán si se quedan o se van.

Digamos que tu balance es positivo. Entonces, tus noches de meditación te llevan a una sola conclusión: no es momento de regresar. Sea como sea, aquí estarás mejor, al menos mientras pasa la mala situación, que confías en que algún día tiene que terminar. Ese día – reafirmas – volverás. Así te vas a dormir y el tiempo te hará aceptar.

La aceptación

Casi tres años o más llevas en la Argentina. Ya no solo conoces Buenos Aires. Ya tienes una novia, un novio, amigos o te casaste. Te cae bien el mate, no haces alarde de tu nacionalidad y de hecho tratas de ser discreto con eso. Sabes que ni te suma ni te resta. Aceptas a los recién llegados y comprendes sus emociones. Sabes que te criticarán porque ya no te sale tanto el discurso venezolano, porque te ha convenido más mantener una buena comunicación que hacer de maestro explicando banalidades.

Ya puedes hablar de política y economía, pero no de Venezuela, sino argentina, porque te diste cuenta de que no vives con bolívares sino con pesos. El dólar te ocupa la mente solo cuando se la ocupa a los argentinos. Tus cuentas las haces siempre en pesos. Sabes que no vas a volver pronto. Tratas de ayudar a quien puedas allá, tratas de apoyar al que llega acá, y ya no tienes tanta ansiedad por volver. Estas tranquilo y quieres seguir así. Sabes que no es perfecto, pero ningún lugar lo es. Has aceptado que naciste y viviste en Venezuela, pero aunque jamás olvidarás tu vida en ella, te estás arraigando más por acá.

Tu nueva vida

Más de cuatro o cinco años tienes viviendo en Buenos Aires. Quizás tuviste hijos que ya son argentinos. Quizás te comprometiste o te casaste, o ya tus hijos están en el secundario o terminando la universidad en Buenos Aires. Ya tu nacionalidad es solo un dato en tu documentación, en el sentido de que no te ocupa gritársela a todos en la cara. Venezuela siempre será tu tierra natal, venezolano serás por siempre, pero esta es la que te ha dado una nueva oportunidad.

Aceptaste esta tierra con sus pros y sus contras, con sus altos y sus bajos. Ya nadie puede siquiera marginarte porque eres capaz de responderle de igual a igual. Tanto que te sonó raro ese acentico, y ahora vos también hablás así de vez en cuando y ni siquiera te das cuenta.

El banco te dio un crédito o ya eres capaz de tramitarlo con buenas posibilidades. Tu casa y tu auto son una realidad o algo muy posible si te lo propones. Has pensado incluso en el seguro de vida y en dónde terminarás tus días. Viajas y vuelves casi como un argentino. Hablas del fútbol, te prendés en los asados, te va bien un vinito. Tus amigas son copadas y el laburo es una mierda, pero hay que laburar, qué se le puede hacer. Cuando tengas un rato libre, te irás con los tuyos al teatro, a la costanera, a Mardél (Mar del Plata), a la cancha. El tipo de cambio en bolívares solo te ocupa la mente cuando vas a enviarle dinero a alguien que lo necesite. Eres consciente ahora de que ellos tienen su vida y aquí ahora tú tienes la tuya. Estas en casa.

El anhelo de volver

Desde que llegaste quisiste regresar más de una vez. Hubo un tiempo en que ya no tuviste tanta ansiedad. Ahora aceptaste tu vida en Buenos Aires. En las vacaciones preferiste ir al Calafate, al fin del mundo, a Bariloche, a las cataratas, a Mendoza, a Corrientes y a Córdoba. Luego, pensaste en ir a pasear por el mundo antes que aterrizar en Venezuela. Ahora, piensas en volver. Pero tu vida ya está hecha aquí, y regresar es comenzar desde cero. No quieres volver a hacer eso. Pero quieres volver. Por eso te pintas una sonrisa y te haces una ilusión: irás a Venezuela a ver familiares, a pasear en la playa, a ver el llano y la serranía, a mirar el páramo, pero ya esa no es tu casa. Quieres volver, sí: de vacaciones, porque tu vida te esperará de vuelta en Buenos Aires.


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